Al
cerrar los ojos, lo veo. Un hombrecito vestido de negro, con una esbelta galera
encima de su cabeza, me habla en silencio. Sus pies reptan sobre un hilo de
seda que atraviesa mi mente y se suspende de extremo a extremo, intentando equilibrar
lo que pienso con lo que siento. Allí está, oscilando su diminuto cuerpo y su
tiento. Pero mi corazón hoy pesa más que mi cerebro.
Observo,
sin mirar, como modula frases que no consigo descifrar, mientras mis pestañas
naufragan en una gota que sabe a mar. La tristeza no cesa de sudar. Una lágrima
rueda por mi mejilla desembocando en la comisura de mi boca entretanto, hago un
esfuerzo por leer los labios del hombrecito que gesticula; a lo mejor él pueda
responder a mis preguntas.
Luego
de un tiempo contemplando al equilibrista, hago lectura de sus señas mudas:
“Sanará tu herida; las cicatrices son lecciones de la vida” parece decirme
entre líneas, guiñándome un ojo y deslizando un paso lento sin desviar la
mirada del punto de llegada. Luego adelanta el otro pie un poco más apresurado
hasta que, velozmente, pega un salto; el hombrecito es un trapecista
extraordinario.
De
repente tambalea para un lado y para el otro mientras, el vacío se prepara
abriendo sus brazos para recibirlo. El minúsculo hombrecito se encuentra al
filo del precipicio, casi a punto de ser engullido por la penumbra de mi abismo, y abre los
ojos un poco más, como si eso le diera mayor estabilidad; jamás pierde de vista
la meta final.
Ahora apenas lo veo, está luchando con el miedo,
aquel sicario de sueños. Súbitamente el cáustico sonido de un trueno me trae de
regreso, y ya no puedo verlo. La habitación contempla mi angustia y al fin
decido abrir la ventana para acariciar la lluvia. Refriego con los dedos mis
ojos húmedos y, una vez secos, vuelvo a verlo. El hombrecito levanta su mano
invisible para saludarme. Su perseverancia es admirable. No quiere darse por
vencido, continúa haciendo equilibrio sobre la cornisa de un edificio.
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