18 de agosto de 2016

Estrujando Lágrimas


Eran las tres de la madrugada y la ciudad dormía bajo un manto oscuro de nubes amargas. Como todos los jueves, me senté en el banco de madera, nuestro rincón para las citas en la plaza. Habían pasado algunas horas de la estipulada, era extraña su tardanza. Una brisa suave empezó a alborotar las hojas secas, cuando vi sus pasos aproximarse; vacilaban en la acera. No hacía falta que hablara. Se sentó casi de espaldas, esquivando la mirada. Sus piernas no podían parar de temblar y sus manos, apretadas, hacían el intento de guardar su fallo perverso. Pero no pudo contenerlo. Algo en mi pecho presagiaba un tormento, cuando pronunció aquella frase desabrigada, que me arañó las entrañas: “Volveré con Renata”. El viento arrastraba todo lo que andaba suelto, menos mi desconsuelo. 
     Intenté convencerlo para que no renunciara a lo nuestro pero, cuando quise reaccionar, el silencio robó mis palabras, acorralándolas una a una en mi boca y entumeciendo mis labios. Lágrimas, apiladas en los ojos, deseaban desbordarse sobre mi rostro, pero sólo una acarició mi mejilla y eché a correr. A una cuadra me frené, con la esperanza de que viniera atrás de mí, pero él ya no seguía allí. En las calles no había nadie. Corrí hasta que el cansancio comenzó a adormecer mis huesos y el desvarío a aniquilar mi entendimiento. Truenos y relámpagos se disputaban el primer puesto, hasta que un diluvio se precipitó del cielo. Sin saber a dónde ir, me senté en la vereda a contemplar la tormenta que enfurecía sobre los tejados, mientras la lluvia se disipaba en las alcantarillas.
     Encendí un cigarro, pero su brasa se extinguió; una cortina de agua lo ahogó. No quedaba nada entre él y yo, sólo el recuerdo de una ilusión.  El olor a tierra mojada humedecía mi alma, convertida en un puñado de nostalgia. De repente, apareció un ángel sin alas, era una niña que llevaba puesta una túnica blanca. Se sentó a mi lado y con su mano pequeña me tomó del brazo. Desnudó su cara frente a la llovizna, que clarificaba aún más su mirada diáfana y, sin decirme nada, observó como comencé a imitarla. Cuando abrí los ojos ya no estaba, tampoco hallé a la persona desconsolada que ella acompañaba. Eran las siete de la mañana cuando regresé a mi casa; la ciudad despertaba bajo un manto blanco de nubes almibaradas.

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