Joel y Lucía no venían. Habían pasado
cincuenta minutos de la hora acordada para hacer la tarea en la biblioteca y a
mis amigos se los había tragado la tierra. Los brazos del sol encendían la acera
que sudaba un vapor sofocante. El verano parecía haber venido para quedarse. Mis
párpados comenzaban a cerrarse, a pesar de mi esfuerzo por mantenerlos
abiertos. En aquella sala se encontraba mi presencia y la de incontables libros
apilados en hileras. De repente algo empezó a hipnotizarme, algo con aroma a
papel y a tinta recién impresa. A partir de ese momento recuerdo soltar mis
pensamientos y sumergirme, lentamente, en una pecera.
La biblioteca naufragaba en un mar sin fondo,
mientras el silencio era interrumpido por el ritmo de un borboteo, suave y
somnoliento, que empezó a resultarme placentero. En aquel caer pausado y
liviano algunos libros sostenían el peso de mi cuerpo, entretanto reposaba
en mis adentros. Las palabras, todas vestidas de negro, escapaban de los cuentos
e innumerables peces anaranjados besaban mi pelo. Durante aquel descenso imperecedero,
el agua cristalina acariciaba mi piel que yacía entre historias empapadas de fantasía,
amor, suspenso y misterio. Poco a poco me iba inmiscuyendo entre los cuentos y
camuflándome en algún personaje inmerso en cada uno de ellos.
Pero la magia se esfumó por completo, la
melodía líquida que fluía por mis oídos fue interceptada por el crujir de una
puerta pesada que se cerraba. Despierto del acuoso letargo y descubro que Joel
y Lucía jamás llegaron. Habían pasado varias horas del tiempo pactado cuando
mis párpados se abrieron, a pesar de mi deseo por permanecer en aquel sueño. Un
presentimiento me decía que no estaba sola. La oscuridad empezaba a colarse por
las ventanas; sólo la tenue luz de un farol de noche me alumbraba. Los libros sobre
los cuales me había dormido ya no estaban sosteniendo mis brazos acalambrados y
las hileras de innumerables tomos que reposaban a mis costados, se habían
esfumado. Súbitamente una sombra comenzó a reptar por las baldosas del suelo.
La silueta oscura crecía a medida que se aproximaba a la sala donde me
encontraba. Tenía un sombrero tan alto que tocaba el techo y algo puntiagudo
entre sus dedos. Un escalofrío erizó mis bellos y entumeció mis huesos. Me
quedé inmóvil esperando desenmascarar al sujeto pero no quiso revelarse, se
detuvo en la penumbra a indagarme. Su voz grave resonó en los estantes de
madera y se esparció por toda la biblioteca.
-Cruzaste el portal de la quimera
y te sumergiste a mi universo. Mientras tanto yo viajaba de cuento en cuento, ingresaste y me distraje -manifestó-. ¿Cómo es que me encontraste?
-¿Quién es usted? -pregunté,
levantándome de la silla y retrocediendo unos pasos hacia atrás, buscando aproximarme
a la salida.
-El hechicero de los cuentos
-exclamó-. Navego en un mar de palabras y concedo vida a los personajes con mi
pluma mágica.
-¿Es usted un escritor? -consulté, con desconfianza.
-Sólo juego a serlo -respondió.
-¿Y de que Universo me habla?
-pronuncié, con curiosidad y la voz entrecortada.
-Donde habito no existe el tiempo
ni el espacio, a lo mejor te entretuviste demasiado en mi Universo Imaginario.
-expresó, desde el otro lado del salón, apuntándome con el objeto que traía
entre los dedos.
No podía descifrar qué sostenía con su
mano derecha, hasta que examiné con detenimiento su forma en la negrura y me
pareció que, aquella sombra afilada, se trataba de una pluma. En ese momento mi
temor se apaciguó, aunque no descartaba la idea de que podía tratarse de un
ladrón. Haciéndole caso a mi intuición, me fui acercando más a la puerta para
salir de allí antes de que fuera tarde. Pero al parecer tenía razón, había
perdido la noción del tiempo y la biblioteca ya había cerrado sus puertas.
-Pero cómo puede ser que nadie me
haya visto aquí sentada -pensé en voz alta.
-A lo mejor, no sólo tu mente
viajó a mi dimensión. -agregó el supuesto hechicero, exhalando una brisa que olía
a intriga.
-¿Es usted un impostor? -pregunté,
golpeando la puerta de la biblioteca con la esperanza de que alguien me
escuchara y viniera a rescatarme.
En lugar de su respuesta un silencio se
propagó por el salón. No había nadie ya en aquel rincón, ninguna sombra
amenazante y ninguna pluma señalándome; sólo un gran vacío a mí alrededor. Busqué
al sujeto de sombrero gigantesco en cada recodo, hasta en la más ínfima
comisura de los interminables estantes. Pero, jamás apareció. Los rayos del sol
comenzaron a filtrarse por las rendijas de las ventanas, cuando de repente el
picaporte de la puerta cedió y una luz abrumadora me encegueció. Era el
encargado de la biblioteca que al entrar me indagó de pies a cabeza, hasta
darse por vencido; según él ayer no me había visto. Me dejó ir sin creerse
demasiado el pretexto de mi sueño. Aunque, les confieso: dudo si yo misma lo
creo. Pasaron algunos meses de mi odisea en la
biblioteca y ni un solo día en el que no pensara en “El Hechicero de los Cuentos”.
Son las cinco de la tarde; horario
estipulado para la reunión con mis compañeros del colegio. Joel y Lucía esta
vez lo recordaron. Los veo ingresar a la biblioteca con los cuadernos abajo del brazo. El otoño se hace notar y aprovecha un vendaval para soltar las hojas
secas, que se cuelan por la puerta de la biblioteca. Estamos dispuestos a
comenzar con la tarea pero, al costado de nuestros apuntes de estudio, un libro
dorado sustrae mi atención. Sostengo el tomo con mis manos cuando, de repente, una brisa
revolotea sus páginas; entre ellas aparece una pluma blanca y, en letras grandes, una frase:
“Lo imposible se hace
invisible para quienes creen en sus poderes”.
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