17 de abril de 2016

El Hechicero de los Cuentos


     Joel y Lucía no venían. Habían pasado cincuenta minutos de la hora acordada para hacer la tarea en la biblioteca y a mis amigos se los había tragado la tierra. Los brazos del sol encendían la acera que sudaba un vapor sofocante. El verano parecía haber venido para quedarse. Mis párpados comenzaban a cerrarse, a pesar de mi esfuerzo por mantenerlos abiertos. En aquella sala se encontraba mi presencia y la de incontables libros apilados en hileras. De repente algo empezó a hipnotizarme, algo con aroma a papel y a tinta recién impresa. A partir de ese momento recuerdo soltar mis pensamientos y sumergirme, lentamente, en una pecera. 
     La biblioteca naufragaba en un mar sin fondo, mientras el silencio era interrumpido por el ritmo de un borboteo, suave y somnoliento, que empezó a resultarme placentero. En aquel caer pausado y liviano algunos libros sostenían el peso de mi cuerpo, entretanto reposaba en mis adentros. Las palabras, todas vestidas de negro, escapaban de los cuentos e innumerables peces anaranjados besaban mi pelo. Durante aquel descenso imperecedero, el agua cristalina acariciaba mi piel que yacía entre historias empapadas de fantasía, amor, suspenso y misterio. Poco a poco me iba inmiscuyendo entre los cuentos y camuflándome en algún personaje inmerso en cada uno de ellos.
     Pero la magia se esfumó por completo, la melodía líquida que fluía por mis oídos fue interceptada por el crujir de una puerta pesada que se cerraba. Despierto del acuoso letargo y descubro que Joel y Lucía jamás llegaron. Habían pasado varias horas del tiempo pactado cuando mis párpados se abrieron, a pesar de mi deseo por permanecer en aquel sueño. Un presentimiento me decía que no estaba sola. La oscuridad empezaba a colarse por las ventanas; sólo la tenue luz de un farol de noche me alumbraba. Los libros sobre los cuales me había dormido ya no estaban sosteniendo mis brazos acalambrados y las hileras de innumerables tomos que reposaban a mis costados, se habían esfumado. Súbitamente una sombra comenzó a reptar por las baldosas del suelo. La silueta oscura crecía a medida que se aproximaba a la sala donde me encontraba. Tenía un sombrero tan alto que tocaba el techo y algo puntiagudo entre sus dedos. Un escalofrío erizó mis bellos y entumeció mis huesos. Me quedé inmóvil esperando desenmascarar al sujeto pero no quiso revelarse, se detuvo en la penumbra a indagarme. Su voz grave resonó en los estantes de madera y se esparció por toda la biblioteca.
-Cruzaste el portal de la quimera y te sumergiste a mi universo. Mientras tanto yo viajaba de cuento en cuento, ingresaste y me distraje -manifestó-. ¿Cómo es que me encontraste?
-¿Quién es usted? -pregunté, levantándome de la silla y retrocediendo unos pasos hacia atrás, buscando aproximarme a la salida.
-El hechicero de los cuentos -exclamó-. Navego en un mar de palabras y concedo vida a los personajes con mi pluma mágica.
-¿Es usted un escritor?  -consulté, con desconfianza.
-Sólo juego a serlo -respondió.
-¿Y de que Universo me habla? -pronuncié, con curiosidad y la voz entrecortada.
-Donde habito no existe el tiempo ni el espacio, a lo mejor te entretuviste demasiado en mi Universo Imaginario. -expresó, desde el otro lado del salón, apuntándome con el objeto que traía entre los dedos.
     No podía descifrar qué sostenía con su mano derecha, hasta que examiné con detenimiento su forma en la negrura y me pareció que, aquella sombra afilada, se trataba de una pluma. En ese momento mi temor se apaciguó, aunque no descartaba la idea de que podía tratarse de un ladrón. Haciéndole caso a mi intuición, me fui acercando más a la puerta para salir de allí antes de que fuera tarde. Pero al parecer tenía razón, había perdido la noción del tiempo y la biblioteca ya había cerrado sus puertas.
-Pero cómo puede ser que nadie me haya visto aquí sentada -pensé en voz alta.
-A lo mejor, no sólo tu mente viajó a mi dimensión. -agregó el supuesto hechicero, exhalando una brisa que olía a intriga.
-¿Es usted un impostor? -pregunté, golpeando la puerta de la biblioteca con la esperanza de que alguien me escuchara y viniera a rescatarme.
     En lugar de su respuesta un silencio se propagó por el salón. No había nadie ya en aquel rincón, ninguna sombra amenazante y ninguna pluma señalándome; sólo un gran vacío a mí alrededor. Busqué al sujeto de sombrero gigantesco en cada recodo, hasta en la más ínfima comisura de los interminables estantes. Pero, jamás apareció. Los rayos del sol comenzaron a filtrarse por las rendijas de las ventanas, cuando de repente el picaporte de la puerta cedió y una luz abrumadora me encegueció. Era el encargado de la biblioteca que al entrar me indagó de pies a cabeza, hasta darse por vencido; según él ayer no me había visto. Me dejó ir sin creerse demasiado el pretexto de mi sueño. Aunque, les confieso: dudo si yo misma lo creo. Pasaron algunos meses de mi odisea en la biblioteca y ni un solo día en el que no pensara en “El Hechicero de los Cuentos”.
     Son las cinco de la tarde; horario estipulado para la reunión con mis compañeros del colegio. Joel y Lucía esta vez lo recordaron. Los veo ingresar a la biblioteca con los cuadernos abajo del brazo. El otoño se hace notar y aprovecha un vendaval para soltar las hojas secas, que se cuelan por la puerta de la biblioteca. Estamos dispuestos a comenzar con la tarea pero, al costado de nuestros apuntes de estudio, un libro dorado sustrae mi atención. Sostengo el tomo con mis manos cuando, de repente, una brisa revolotea sus páginas; entre ellas aparece una pluma blanca y, en letras grandes, una frase:

“Lo imposible se hace invisible para quienes creen en sus poderes”.


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