20 de febrero de 2016

A Bordo del Taraxacum


     Éramos tres los que nos animamos a subir. Nos sentamos en la solapa de un sombrero negro, que hacía de góndola de este extraño globo aerostático, y nos acomodamos uno al lado del otro. Los que se habían quedado no podían creer lo que estaban viendo, pensaban que el taraxacum desaparecería con el primer viento. Imaginaban, a lo mejor, que la flor no resistiría como paracaídas. Nos gritaban que no teníamos ni idea del peligro que estábamos corriendo. Al principio temimos, estábamos arriesgándonos a lo distinto, pero era más fuerte la adrenalina de aventurarnos a lo desconocido que ni caso les hicimos. Todos allá abajo no dejaban de murmurar recostados en su propia comodidad, pero nosotros soltamos los paradigmas al vacío, ante la mirada descreída de los que no se atrevían.

     De repente una brisa hizo despegar al taraxacum, que suave ascendía hacia la cúspide de la vida. Íbamos escalando el cielo, que pasó del azul al verde intenso, cuando Ciro desplegó su pañuelo. Dido y yo no dejábamos de sorprendernos. Habíamos comenzado a volar, a lo mejor hacia algún otro universo. No sabíamos si esto era real o sólo un sueño, pero que importaba eso.

     Durante el viaje nos azotaron algunas tempestades y las cípselas comenzaron a soltarse, una a una se desprendían y se dejaban llevar por la ventisca que las arrastraba hacia cualquier parte. Dido dejó el sombrero para sentarse encima del taraxacum que oscilaba por el aire, mientras Ciro hacía flamear su pañuelo, mirando al infinito que nos estaba recibiendo.

     No pude con mi genio; subí a la cima del taraxacum que se desvanecía y me abracé a él cerrando los ojos, dejando que sus briznas me hicieran cosquillas. Entretanto disfrutaba de lo efímero de aquel instante mágico, la cípsela de la que estaba agarrado se fue alejando. Ciro y Dido me saludaban con la mano y comencé a sentirme más liviano. Estaba a la deriva, sin rumbo pero sin prisa. Apenas me sostenía de aquella sombrilla y, mientras desaparecía, una sensación de libertad invadía mi alma, que se regocijaba de alegría. No había nada que me perturbara, los murmullos de allá abajo ya ni se escuchaban. En aquel momento era sólo yo conmigo, despierto o dormido.