7 de agosto de 2015

Trizas en el Tiempo

        


       Avelina vestía un sobretodo azul oscuro que cubría su silueta delgada y de una boina grisacéa, resbalaba su larga melena castaña. Habitaba en una aldea escondida detrás de una colina, sin haber conocido otro sitio en sus veinte años de vida. Hasta que una vez escuchó decir que el tren pasaba sólo una vez y se propuso esperar. Guardó en su valija lo, poco o mucho, que tenía y se marchó a la estación. Al llegar, se apropió de un boleto fruncido que había recogido del piso, el cual tenía impreso un destino desconocido. Se sentó en su maleta y, mientras apretaba sus piernas, esperaba que aquella tarde el tren la llevara hacia alguna parte.
          Esperó hasta que el ocaso comenzó a desvanecer y hasta que el invierno congeló su entendimiento.   Esperó hasta que el verano derritió su juicio y el otoño comenzó a deshojarle la razón. Pero Avelina estaba convencida de que en algún instante el tren pasaría y siguió esperando aquel momento. Esperó hasta que, súbitamente, el reloj de la estación se desintegró. Las horas asfixiadas se fueron desprendiendo, una a una, de aquella rueda que las tenía prisioneras. Incalculables partículas doradas se esparcieron por el aire, escapando de los segundos que venían a buscarlas. Los minutos eran fugitivos en un espacio perdido y el instante era libre de cualquier fase. Lentamente, el tiempo se esfumó en el viento y el atardecer se volvió eterno.
            Avelina observaba, confundida, como el reloj se evaporaba en la brisa. Todo se detuvo y ella insistía con encontrar el rumbo. Tomó coraje junto con su valija y emprendió su anhelado viaje. Adoptó de guía a los rieles y se fue, tan lejos o tan cerca como pudo, mientras sus pensamientos jugaban a ser trapecistas sobre las vías. Luego de andar sobre huellas sintió fatiga y se sentó encima de unas rocas amarillas. Se quitó los zapatos y dejó que un río resfrescara sus pies descalzos. Un cordón de  montañas coloridas, abrazaba un paisaje incomparable a sus espaldas. Infinitas pinceladas habían quedado registradas en la cordillera que vestía de celeste, rosado, amarillo y verde. Mientras el sol seguía allí, atrapado entre cumbres teñidas, Avelina creía estar en un sitio que, quizás, no existía. Ella se resistía a regresar de la mejor aventura de su vida, cuando un diluvio se precipitó del cielo oscureciendo al sol, que no abandonaba su posición. Las montañas se fueron decolorando. Acuarelas se deslizaban por las laderas de la cordillera, abrazando sus curvas rocosas, hasta desembocar en una cascada tornasolada. Avelina veía como el agua fluía por un río, que parecía un arcoiris líquido, coloreando las piedras a su paso y dejando su rastro en cada trazo. La tormenta estrujaba las últimas gotas y ella sentía ser parte de una obra de arte. 
          De repente el sol evaporó al río. Nada parecía tener sentido y Avelina no sabía si continuar su senda o quedarse en aquel lugar que, a lo mejor, sólo había creado su imaginación. La noche no llegó y ella comenzó a sentir calor. Sus ojos ahora veían un desierto sombrío que ardía sobre sus hombros y que soplaba fuego sobre su cuerpo. Empezaba a incinerarse su aliento y Avelina exhaló súplicas al cielo. Fue entonces cuando, mágicamente, un aguacero irisado se deslizó del firmamento. Gotas celestes, rosadas, amarillas y verdes, resfrescaban ahora su frente. La lluvia de colores pintaba aquel sitio, salpicando de alegría los rincones. Avelina sonreía. Su mirada dormida, proyectaba las imágenes que ella veía, entretanto danzaba feliz bajo la llovizna.
            El claxon se oía cercano. Aquel sonido que tanto había esperado desveló su conciencia adormecida. El vapor de la locomotora cubrió la estación de bruma. Avelina tomó su valija (estaba vacía), subió al tren y se sentó junto a la ventanilla. Suspirando observó su reloj; el tiempo estaba anclado en las seis y veintidós. Miró a un costado. Un muchacho, sentado a su lado, sostenía un cuadro. En aquel retrato, un cordón de montañas coloridas se alzaba detrás de una mujer, sentada encima de rocas amarillas.

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