6 de diciembre de 2016

Andén Cero


-No te muevas, no digas nada, no me mires a la cara, permanece callada y desciende conmigo en la última parada -me susurran, cerca del oído, en voz baja. Lo que prometía ser una cálida mañana, empezaba a enfriarme el alma.
Dos horas antes había amanecido y, por primera vez, había salido de la cama antes de que el despertador sonara. Había tenido tiempo para deslizar las cortinas, apoyar la frente en la ventana y dejar que infinitas hebras doradas abrigaran mi cara. Hasta pude desenredar mi melena enrulada y, mirándome al espejo, repetirme entusiasmada: “Hoy será un gran día Sara”.
Hace tan solo una hora salí de mi casa, sin caer todavía en cuenta de la contingencia que me acechaba. Iba por las calles enumerando en mi cerebro las tareas que me esperaban. Ahora estoy aquí inmovilizada, sin saber quién es el sujeto que me intimida por la espalda. Al mediodía tengo reunión con mi jefa y una pila de actividades sin terminar, que debo presentarle completas. Si no llego, perderé el empleo. Mientras me aprieto con las uñas las palmas, pienso: “En el fondo es lo que deseo, aunque nunca me animaría a hacerlo”.
La gente se amontona; ya no quedan asientos. Sin mirarme, cada cual viaja preso de sus pensamientos. Intento hacer una seña al joven sentado junto a la puerta, pero pareciera no percatarse de mi existencia. El aliento etéreo del sujeto exhala sobre mi cuello, asfixiando mi discernimiento y el sudor, humedece mi cuerpo.
Hace apenas media hora una brisa surcaba mi piel introduciéndose, sigilosa, por los resquicios de mi blusa translúcida. Mientras mis cabellos sueltos se rendían a los vaivenes del viento, una huelga de taxis me obligó a cambiar el trayecto. Empezaba a desfigurarse mi gesto; las cosas no estaban saliendo según lo planeado y se acortaba el tiempo. No tuve otra opción que caminar hasta la estación del metro. Al llegar, me detuvo la oscuridad que arropaba la escalera. Observé como una boca oscura engullía los escalones. Dudé antes de introducirme en aquel sitio lúgubre. Nunca antes había viajado en subte. Me resistía a dejar en ese escalón gris mi rastro y contemplé como la penumbra ocultaba el último peldaño. En ese instante, un hombre pasó a mi lado y bajó hacia el metro, murmurando: “Si no das el primer paso, jamás sabrás hasta donde podrías haber llegado”. Llevaba puesto un sombrero negro y con una gabardina azulada envolvía su cuerpo.
Tomé el coraje que creía haber perdido a los diez años de haber nacido y me lancé al sótano de la ciudad, que enloquecía por encima. A medida que me introducía por el túnel, una bocanada cálida se colaba por mis pestañas y el crujir de las máquinas, ensordecía mis agallas. Me arrimé a la boletería donde me informaron cuál tren debía tomar y a dónde tenía que bajar. Todo volvía a la normalidad, hasta que alguien me acechó por detrás y me obligó a cambiar otra vez el trayecto. Subí al tren incorrecto, me sostuve de unos aros que colgaban del techo, con los ojos clavados hacia adelante para no atisbar al sujeto.
En este momento, estimo que es la parada en la que debo descender, porque ya no queda nadie en el tren. Pero el individuo no me permite hacerlo. Posa su mano sobre mi hombro y reconozco el azul de su sobretodo. Espío por la ventanilla y veo carteles pasando fugazmente, las doce y veinte en un reloj que se pierde, una luz viajando más rápido que mi mente y el mismo asiento que aparece y desaparece. El tren subterráneo va demasiado fuerte. He perdido la noción y no sé en qué sitio estoy, hasta que de repente el ritmo desaceleró.
-No te muevas, no digas nada, no me mires a la cara, permanece callada y desciende conmigo, ésta es la última parada -me susurran, cerca del oído, en voz baja. 
Camino hasta la puerta, sintiendo el calor de su mano en las lumbares. Cuando desciendo, leo: “Andén Cero”. En un cartel luminoso aparecen aquellas letras pintadas de negro.
Estoy quieta en el andén, sin saber qué hacer. Ya no siento cerca la presencia del sujeto. Al girar a un costado, casi temblando, veo una sombra alejándose. Súbitamente un eco grave resuena en las paredes del metro: “Hoy será un gran día Sara… si desafías al miedo, podrás empezar de nuevo”.


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