-No te muevas, no digas
nada, no me mires a la cara, permanece callada y desciende conmigo en la última
parada -me susurran, cerca del oído, en voz baja. Lo que prometía ser una
cálida mañana, empezaba a enfriarme el alma.
Dos horas antes había
amanecido y, por primera vez, había salido de la cama antes de que el
despertador sonara. Había tenido tiempo para deslizar las cortinas, apoyar la
frente en la ventana y dejar que infinitas hebras doradas abrigaran mi cara.
Hasta pude desenredar mi melena enrulada y, mirándome al espejo, repetirme
entusiasmada: “Hoy será un gran día Sara”.
Hace tan solo una hora salí
de mi casa, sin caer todavía en cuenta de la contingencia que me acechaba. Iba
por las calles enumerando en mi cerebro las tareas que me esperaban. Ahora
estoy aquí inmovilizada, sin saber quién es el sujeto que me intimida por la
espalda. Al mediodía tengo reunión con mi jefa y una pila de actividades sin
terminar, que debo presentarle completas. Si no llego, perderé el empleo.
Mientras me aprieto con las uñas las palmas, pienso: “En el fondo es lo que
deseo, aunque nunca me animaría a hacerlo”.
La gente se amontona; ya no
quedan asientos. Sin mirarme, cada cual viaja preso de sus pensamientos.
Intento hacer una seña al joven sentado junto a la puerta, pero pareciera no
percatarse de mi existencia. El aliento etéreo del sujeto exhala sobre mi
cuello, asfixiando mi discernimiento y el sudor, humedece mi cuerpo.
Hace apenas media hora una
brisa surcaba mi piel introduciéndose, sigilosa, por los resquicios de mi blusa
translúcida. Mientras mis cabellos sueltos se rendían a los vaivenes del viento,
una huelga de taxis me obligó a cambiar el trayecto. Empezaba a desfigurarse mi
gesto; las cosas no estaban saliendo según lo planeado y se acortaba el tiempo.
No tuve otra opción que caminar hasta la estación del metro. Al llegar, me
detuvo la oscuridad que arropaba la escalera. Observé como una boca oscura
engullía los escalones. Dudé antes de introducirme en aquel sitio lúgubre. Nunca
antes había viajado en subte. Me resistía a dejar en ese escalón gris mi rastro
y contemplé como la penumbra ocultaba el último peldaño. En ese instante, un
hombre pasó a mi lado y bajó hacia el metro, murmurando: “Si no das el primer
paso, jamás sabrás hasta donde podrías haber llegado”. Llevaba puesto un
sombrero negro y con una gabardina azulada envolvía su cuerpo.
Tomé el coraje que creía
haber perdido a los diez años de haber nacido y me lancé al sótano de la
ciudad, que enloquecía por encima. A medida que me introducía por el túnel, una
bocanada cálida se colaba por mis pestañas y el crujir de las máquinas,
ensordecía mis agallas. Me arrimé a la boletería donde me informaron cuál tren
debía tomar y a dónde tenía que bajar. Todo volvía a la normalidad, hasta que
alguien me acechó por detrás y me obligó a cambiar otra vez el trayecto. Subí
al tren incorrecto, me sostuve de unos aros que colgaban del techo, con los
ojos clavados hacia adelante para no atisbar al sujeto.
En este momento, estimo que
es la parada en la que debo descender, porque ya no queda nadie en el tren.
Pero el individuo no me permite hacerlo. Posa su mano sobre mi hombro y reconozco
el azul de su sobretodo. Espío por la ventanilla y veo carteles pasando
fugazmente, las doce y veinte en un reloj que se pierde, una luz viajando más
rápido que mi mente y el mismo asiento que aparece y desaparece. El tren
subterráneo va demasiado fuerte. He perdido la noción y no sé en qué sitio
estoy, hasta que de repente el ritmo desaceleró.
-No te muevas, no digas
nada, no me mires a la cara, permanece callada y desciende conmigo, ésta es la
última parada -me susurran, cerca del oído, en voz baja.
Camino hasta la puerta, sintiendo el calor de su mano en las lumbares. Cuando desciendo, leo: “Andén Cero”. En un cartel luminoso aparecen aquellas letras pintadas de negro.
Camino hasta la puerta, sintiendo el calor de su mano en las lumbares. Cuando desciendo, leo: “Andén Cero”. En un cartel luminoso aparecen aquellas letras pintadas de negro.
Estoy quieta en el andén,
sin saber qué hacer. Ya no siento cerca la presencia del sujeto. Al girar a un
costado, casi temblando, veo una sombra alejándose. Súbitamente un eco grave
resuena en las paredes del metro: “Hoy será un gran día Sara… si desafías al miedo, podrás empezar de nuevo”.
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