No era un día cualquiera. La
mañana se abrigaba con un manto grisáceo y ensombrecía aún más la celda. Las
nubes, heridas por la tormenta, esparcían su tristeza por encima de mi
existencia. No había rastros del sol y el viento dejaba de ser brisa para
convertirse en ciclón.
No era un día cualquiera. Empezaba una revolución. Pájaros
negros revoloteaban en mi interior. Mi alma enceguecida, no comprendía la
lección del dolor. El miedo picoteaba mi corazón y la ansiedad batía las alas
de la desazón.
No era un día cualquiera. Se avecinaba una transformación. Las
aves comenzaban a arañarme las entrañas y, acurrucada adentro de un capullo,
resistía a sus rasguños. Mientras escuchaba el silencio de afuera, la
impotencia aleteaba con más fuerza.
No era un día cualquiera. Mi destino
esperaba una respuesta. En ese instante, la llave de la pajarera apareció en mi
mano derecha. Caminé por la hierba y abrí su puerta. Permití que los pájaros
negros se fueran y dejé de sentirme prisionera.
No era un día cualquiera. Aquel
día aprendí la moraleja.
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