Hay encuentros en los que me pregunto: ¿quién elige a quién? Esta vez, como en tantas otras, lo miré. Estaba junto a varios como él. Su atuendo acartonado parecía recién lustrado y en su contorno erguido se alcanzaba a leer un título. Aquel sello singular, era una huella delineando su identidad. En aspecto se parecía a los demás, pero cada quien a cada cual, algo en él me supo conquistar.
Todos apilados en el mismo estante
advertían, vigilantes, como lo sustraía de la fila. Su sabiduría se asomaba
entre páginas, aún dormidas, mientras mis manos comenzaban a descubrirlas.
Hasta que las tapas cedieron a mis ansias por leerlo y los pliegos dejaron de
sentirse prisioneros. Fue allí cuando ya no pude resistir. Sus encantos
comenzaron a hechizarme y aquel instante se fue inmortalizando en un recuerdo
inolvidable. Como en toda primera cita los sentidos empezaron a agudizarse,
para dar comienzo al ritual inevitable.
El murmullo de las hojas al pasar y la
sensualidad con la que resbalan por la yema de mis dedos, terminan por
adueñarse del momento. Me acerco más a él y no puedo dejar de oler aquella
fragancia a tinta que me embriaga el alma. Estoy aproximándome a ellas y puedo
saborear cada una de sus letras. Están allí, acomodadas una al lado de la otra,
separadas por espacios, puntos y comas. Ahora en un susurro, casi inaudible,
percibo sus voces tenues, mientras sus alientos frescos viajan por mi nariz y
se cuelan en cada resquicio de mi mente. Hay algo que desean contarme. Pero no
puedo despegarme del papel que exhala sobre mi cara, aromas a historia y a
madera recién cortada.
Poco a poco empiezo a escucharlas en un
silencio inofensivo que huele a niño. Es la brisa de las palabras, respirando sobre mi cara. Estoy frente a él y el silbido de la imaginación ha incautado mis pensamientos con sigilo. Es imposible alejarme, con su magia, ha logrado enamorarme.
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